Un día un paciente que hacía mucho que no veía, casi un año, vino a verme sólo para darme las gracias.
- ¿Te acuerdas del día que me diste el diagnóstico?- me preguntó.
-¿ Cómo no recordarlo?- le respondí.
Imposible olvidar cómo a mis palabras ( me temo que es positivo) él bajó la mirada y la plantó en aquel papel. Su silencio duró minutos que a mí se me hicieron casi horas porque todos sabemos lo difícil que es aguantar un silencio.
Pero aguantar el silencio es importante.
Imagino que en esos minutos por su cabeza pasarían preguntas tipo ( ¿porqué a mí? ¿estará equivocado? ¡es imposible! ¿cómo ha podido suceder? ) porque nadie piensa que le pueda suceder a él.
Durante esos minutos en los que su silencio transmitía más desolación que todas las palabras juntas, yo fui incapaz de emitir ninguna palabra.
Sólo fui capaz de levantarme de la silla y darle un gran abrazo.
Este gesto lo he repetido muchas veces en mi trabajo. Nunca me lo han rechazado. Aunque a veces pienso que el día menos pensado me mandan, como poco, a Alpedrete.
Con aquel abrazo quería decirle que no estaba solo, que yo también estaba dispuesta a acompañarle en su nuevo viaje.
- Aquél abrazo significó mucho para mí- sus palabras me arrancaron de mis pensamientos- Cuando me diste el diagnóstico se me cayó el mundo encima pero me diste la fuerza suficiente para seguir adelante. Sólo quería decirte: gracias.
Cuando se fue de mi consulta pensé en que pocas veces somos capaces de traspasar la barrera que nos separa físicamente de los demás. Nos da mucho pudor. Es como desnudar el alma, manifestando vulnerabilidad. Sin embargo, quízá es más que necesario.
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