viernes, 18 de septiembre de 2020

VIDA DE HOSPITAL, TASAS DE INCIDENCIA, LA SILLA ROJA, MERMELADA DE MELOCOTÓN Y UN ALTA HOSPITALARIA.

Esta semana he estado teletrabajando desde el hospital.
Cuando uno vive en un entorno tan especial, agudiza los sentidos y toma conciencia del valor de lo verdaderamente importante. En momentos así, aunque parezca increíble, uno añora la vida cotidiana, esa de prisas y estrés, en la que nos faltan horas en el día. Pero cuando uno para por problemas de salud, se da cuenta de que incluso el estrés, las prisas y la falta de horas en el día para hacer todo aquello que tenemos pendiente, son mucho mejor que convivir con la enfermedad.
Tres habitaciones más allá, una familia se prepara para despedir a un ser querido. En un momento como este todos corremos para manifestar nuestro apoyo, para demostrar lo que nos importamos y lo que queremos. Algunos hace tiempo que no se ven, pero insisten que a pesar de la distancia siempre se han querido.
En la habitación de al lado, no hay visitas, hay silencio, exactamente igual que en la nuestra. En realidad, todas las habitaciones, con puertas cerradas, están en silencio, sin visitas, salvo la habitación 3212. Paseando por los pasillos no se escucha nada salvo las conversaciones en alto del control, el ruido de los carros y el sonido de algún monitor.
Dos habitaciones, justo enfrente de la nuestra, tienen un carro de EPIS en la puerta y un cartel que indica que en esa sala se mantiene aislamiento por contacto. Este hecho me sorprende. Imagino que es una forma discreta de decir que ahí hay un paciente COVID. Si esto fuese así, no estoy muy segura de que se mantengan las medidas de protección, no para los profesionales que entrarán con sus EPI, sus FFP2 y demás, sino para los pacientes del resto de habitaciones ya que ni una sola vez en toda la semana, ni un solo profesional ya sea enfermera, médico, TCAE, o personal de limpieza o lavandería, ha utilizado la solución bioacohólica nada más entrar en la habitación y eso que al entrar te topas con un dispensador de pared.
Las puertas cerradas, la falta de visitas, la precaución cuando nos cruzamos en el pasillo o en el ascensor, manteniendo las distancias, ponen en evidencia que en tiempos de COVID, todo es prudencia, miedo al contagio, desconfianza.
El acompañante de la habitación de al lado, que como yo baja cada mañana a desayunar a las 8 en punto, es un señor de edad madura, con pelo blanco y rostro cansado. Me crucé con él por primera vez en el ascensor. Entramos como dos autómatas sin mirarnos, sin saludarnos, sólo con miedo en el cuerpo por compartir un espacio cerrado, pensando en colocarnos en el círculo verde que garantiza la distancia, y centrados en nuestros propios mundos. Hasta que de pronto nos miramos, nos sonreímos con la mirada y nos dijimos buenos días. Yo añadí que sentía haber entrado como un autómata en el ascensor, enfrascada en mis pensamientos. Él respondió, es normal, aquí nada es fácil y todos tenemos nuestros propios miedos y preocupaciones y nos centramos sólo en ellos. Desde ese momento, siempre que nos cruzamos nos miramos y sonreímos detrás de la mascarilla, aunque se nota en los ojos.
La COVID nos ha traído desconfianza y miedo, alentado cada día por las noticias que nos bombardean con nuevos casos y medidas de restricción mientras nuestra sociedad languidece con locales abiertos, quién sabe por cuánto tiempo, esperando clientes que entran con cuenta gotas mascarilla y solución bioalcohólica en ristre. Y muchos más locales cerrados, cada vez más numerosos, devolviendo a nuestra sociedad a un pasado no tan lejano y del que no nos deberíamos haber olvidado para no volver a repetirlo.
Las cifras con las que nos bombardean a cada minuto, en todas las cadenas y medios de comunicación no ayudan a pensar en otra cosa. Nos hablan continuamente de ensayos clínicos, tasas de incidencia, test diagnósticos, prevalencia y con esa clase magistral que recibimos día a día, minuto a minuto, todos nos sentimos capaces de hablar con plena autoridad de la COVID y su manejo. Tertulianos que rellenan horas de programa planteando propuestas para salir adelante de esta crisis sanitaria y por extensión, social, sin precedentes, sin darse cuenta de que no están descubriendo la pólvora y que cualquier medida que ellos propongan ya la han pensado los que están intentando frenar la transmisión. Medidas para reforzar la atención primaria y la salud pública, pilares fundamentales para dar una respuesta eficiente a esta pandemia. Para una situación excepcional como esta no hay manual de instrucciones. Manual que tenemos que escribir día a día y que debe basarse en la evidencia.
En el comedor, una hilera de mesas individuales, con dos sillas cada una de ellas. Las mesas blancas. Las sillas, blancas o grises a excepción de una silla roja que cada día colocan en una mesa distinta. Esta silla, única en esta sala, se ha convertido en mi oscuro objeto de deseo.
Cada vez que bajo, la busco con la mirada y deseo que nadie la ocupe mientras espero que me preparen el desayuno en la barra. Es la silla en la que quiero sentarme.
El rojo, en medio de tanto blanco y tanto gris me reconforta, me da cierta alegría. Pero siempre está ocupada. Imagino que no soy la única a la que le resulta atrayente.
Mi desayuno ha ido variando. Empecé con una tostada con aceite y tomate, continué con una napolitana de chocolate, he probado la pulguita de pan de centeno con salmón, pero en estos siete días he decidido que lo que más me reconforta a esta hora de la mañana, después de una noche de sueño intermitente, es un sabor de mi infancia: el croissant a la plancha. Cuando me lo traen espero que lo acompañen de mi mermelada favorita, la de melocotón, pero siempre me traen la de fresa. Nunca les digo nada. Soy una cliente poco exigente.
Después de una semana aquí, hoy por fin la silla roja esta libre, esperándome. Me ha llamado la atención que había otra silla roja en la sala, en la esquina contraria. Me ha hecho sonreír.
Sabía que cuando me trajeran el croissant, lo acompañarían de mermelada de melocotón. Y así ha sido.
A eso se suma, que ha estado lloviendo y como está abierta la puerta de la terraza, he sentido en el aire el frescor y ese olor característico.
Parece una tontería, pero he empezado el día con más energía.
Creo, de verdad, y no es una frase hecha, que no somos conscientes de lo importantes que son esos pequeños detalles cotidianos.
La silla roja y la mermelada de melocotón eran la antesala del ansiada alta hospitalaria.

VIDEO: Looking for the summer. Chris Rea, en honor de este verano atípico que va llegando a su fin y que no hemos podido disfrutar como teníamos acostumbrado.