martes, 5 de febrero de 2013

La muerte de un hijo

Hay fechas importantes, históricas, que cuando uno las recuerda piensa..."ese día yo estaba haciendo..."
Recuerdo como primera fecha importante, de las de estar pendiente de la televisión, con la respiración contenida, el 23 F.
Ese día, en 1981 yo tenía 12 años y recuerdo que estaba haciendo deberes, ajena a lo que se estaba organizando.
Mi padrino, hombre serio, inteligente, sesudo y sobre todo tranquilo llegó a casa con la cara desencajada. Venia a explicarle a mi madre que tenia que hacer para protegernos.
 
En ese momento supe que algo realmente importante estaba sucediendo y no pude evitar sentarme a su lado, pegada a la televisión para ver cómo se sucedían los acontecimientos. Recuerdo a grandes rasgos los tanques, los tiros de pistola contra el techo del congreso, el mensaje del Rey...Ese congreso que un año más tarde visité con el colegio. Recuerdo la imagen de Gutiérrez Mellado intentando ser doblegado por los golpistas. De Adolfo Suárez sin moverse de su silla cuando el instinto precisamente le pediría lo contrario, como al resto de sus compañeros al oir los disparos y las amenazas...Ese día comprendí que la felicidad es un instante y que lo que tienes en un momento determinado, en breves instantes desaparece.

El 11 S, llegaba de trabajar. Como siempre, corriendo para comer y salir al colegio a recoger a mi hija. Era su primer día de colegio y estaba deseando ver su carita para que me contase qué tal había ido todo. Cuando llegué a casa de mis padres había un especial de telenoticias hablando de lo que yo, inicialmente pensé había sido un error del piloto. No pude comer y llegué al colegio con la hora justa para recoger a Áurea. La terrible realidad es que ante nuestros ojos estaba la visión en directo de un atentado de dimensiones desconocidas hasta ese momento. Se llegó a decir que era el comienzo de la tercera guerra mundial. No pude quitar mis ojos del televisor en días. Aquello era cruel, desgarrador. Se podía vivir casi como si estuviésemos allí la desesperación de los que aún seguían con vida en lo alto de las torres, con la de aquellos que intentaban hacer lo imposible por salvarlos.

El 11 M iba hacia el trabajo. Cada día recorro la Gran Vía de Madrid, para coger Alcalá entre una procesión de coches atascados. A la altura de Cibeles, apagué la radio. El sonido de sirenas hizo que todos los que allí estabamos parados casi saliesemos del coche a ver qué sucedía. En una ciudad como Madrid oir sirenas es algo habitual pero aquel día eran sirenas de bomberos, coches de policía, ambulancias....una procesión enorme que hacían presagiar una enorme desgracia. Intenté conectar con alguna emisora que informase de lo que estaba sucediendo hasta que una comenzó a explicar que acababa de haber un atentado en la estación de Atocha. Aquella mañana casi no hubo trabajo en el centro. La gente, como nosotros, se quedó pegada al televisor comprobando semejante horror. Todos intentábamos contactar con familiares y amigos para comprobar que todos estaban bien. Todos nos prestamos voluntarios para poder ayudar en aquella masacre. Nos pidieron que esperásemos en nuestros puestos por si derivaban heridos menores. Los heridos agudos nunca llegaron. Con el paso de los días fueron llegando heridos del alma, heridos crónicos, de aquellos que nunca verán cerrar sus heridas del corazón. Algunos habían perdido una hija, algunos habían perdido un amigo, un hermano.

Hoy me he encontrado de frente con uno de ellos. Sus ojos tristes, como sin vida, se llenaban de lágrimas al recordar aquel día. Un hijo. 50 años. Con mujer y tres hijos. Con dos padres, tres hermanos. Una vida truncada por aquellos para los que la vida humana, la de los otros, no vale nada.
 
"Me lo mataron" . Estas palabras aún resuenan en mi cabeza. Estas palabras me encogen el alma.
"Yo sé que la vida sigue. Intento cada día vivir lo mejor que puedo. Pero ella, mi mujer...ha muerto en vida".

Dijo Epicuro de Samos que la muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.

Estos padres no viven una quimera. Han muerto en vida.

 
 Eric Clapton escribió Tears in Heaven a la muerte de su hijo de 5 años, Connor


 
 
 

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