lunes, 24 de febrero de 2014

¿Es posible amar a quién nos desprecia?

Qué difícil es amar a nuestros "enemigos". A quienes nos desprecian sistemáticamente o nos ningunean. A quienes nos apartan de su lado. O a aquellos que, simplemente, nos caen mal o no soportamos. A quienes, por mucho que lo intentemos nos dan la espalda.
Es algo que cuesta. Y mucho.




Pero, hasta los santos tienen sus inquietudes y sus luchas internas así que no está todo perdido, ¿no?

"Hay en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en todo. Sus modales, sus palabras, su carácter me resultan sumamente desagradables. Sin embargo, es una santa religiosa, que debe de ser sumamente agradable a Dios.
...
Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos.

Sabía muy bien que esto le gustaba a Jesús, pues no hay artista a quien no le guste recibir alabanzas por sus obras. Y a Jesús, el Artista de las almas, tiene que gustarle enormemente que no nos detengamos en lo exterior, sino que penetremos en el santuario íntimo que Él se ha escogido por morada y admiremos su belleza.

No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación.



Con frecuencia también… como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.

Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.

Un día, en la recreación, me dijo con aire muy satisfecho más o menos estas palabras: “¿Querría decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, qué es lo que la atrae tanto en mi? Siempre que me mira, la veo sonreír”. ¡Ay!, lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma... Jesús, que hace dulce hasta lo más amargo...

SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS (Manuscrito autobiográfico C 13 v°-14 r°)

Carmelita descalza, doctora de la Iglesia. (1873-1897)



viernes, 7 de febrero de 2014

La caída



 Hoy he recibido una mala noticia. No estoy seguro de que sea la peor de todas las que he tenido hasta ahora. Lo que sí sé es que ha colmado mi vaso de malas noticias de los últimos meses.  Aun así, he sacado fuerzas de donde no tengo para acudir a la cita de cada semana con mi médico de familia. Creo que es el único momento en el que realmente puedo ser yo y mostrar mi flaqueza. En el que puedo hablar con franqueza de mis sentimientos y de mis problemas porque me deja hablar sin juzgarme, sin dirigirme, sin gritarme. Muy distinto de cómo me he sentido tratado en los últimos años. 

El camino se ha hecho interminable. Pensé por un momento que llegaría tarde o, incluso, que no llegaría.

Cada paso se hacía un mundo. Era como si llevase una pesadísima mochila a la espalda que me impidiera mantenerme en pie y caminar.

No quiero mirar atrás porque tengo la sensación de que a cada paso que doy el suelo que acabo de pisar se va desmoronando a mis espaldas. Tengo la necesidad de quitarme la mochila de la espalda. Es una necesidad cada vez más intensa y angustiosa pero me resulta imposible hacerlo. Es como si estuviera pegada a mí, piel con piel. No puedo desprenderme de ella. Es una sensación rara. Pero sigo tirando de mí para llegar a mi cita.
No sé dónde ir. No sé dónde mirar. No sé dónde agarrarme para no caer. Siento que ahora sí estoy hundido, tengo la sensación de que nunca, nunca, nunca, NUNCA volveré a ser feliz.
Por fin llego a la sala de espera. Me siento y, de pronto, me doy cuenta de que la poca fuerza que tenía y que ha permitido que llegue hasta allí se me está yendo de las manos. Noto que estoy cayendo. La vida está llena de días de rosas y días de espinas pero tengo la sensación de que últimamente todo han sido espinas y ninguna rosa.
Me siento como si estuviera haciendo una carrera de obstáculos sin entrenamiento previo. A lo largo de mi vida he tenido que sortear muchas dificultades. El primer obstáculo lo pasas bien. Sin embargo, el segundo, el tercero, ya van pesando y los pasas peor. Pero sigues porque piensas que la meta está cerca. Que la buena suerte, por fin, está llamando a tu puerta. Pero, de pronto, te das cuenta que a cada obstáculo que pasas te esperan dos o tres más y en uno de ellos, que no tiene porqué ser el más grande ni el más difícil ni el más grave, te caes. Y te caes porque ya te pilla sin fuerzas. 


Este momento, en el que caes y ya no sientes fuerzas ni ánimos para levantarte, es el más duro. Porque ahora ya sí que no tienes nada de energía para volver a ponerte en pie. Porque te sientes frágil y vulnerable y porque piensas que los demás pasan a tu alrededor mirando para otro lado como si no les importase tu caída. 

Pero este momento te puede, te debe, servir de mucho. Te sirve para darte cuenta de muchas cosas, para reflexionar. Para pensar cómo eran los anteriores obstáculos que fuiste pasando sin pensar ni meditar. Para sentir cómo estás. Es un momento único, para pensar en ti mismo, en cuidarte, en mimarte, para quitarte las agujetas que tienes de las carreras anteriores. Para retomar fuerzas que te permitan continuar hasta la meta. Para reconocer todas las manos que se tienden para ayudarte en tu camino de forma desinteresada.

Porque si miras bien, siempre hay personas dispuestas a compartir tu carga, a escucharte.

No importa el tiempo que te lleve levantarte. Llegar rápido a la meta no es lo importante ahora. Lo importante es recuperarte de tu caída y levantarte con más fuerza. Debe ser, ni más ni menos, el tiempo suficiente para seguir adelante más fuerte, con optimismo, con más sabiduría. 
 

Me doy cuenta de que hasta ahora no había dedicado el tiempo a meditar sobre mi vida, mis experiencias, mis sentimientos, o los anteriores obstáculos. Pero realmente necesito tiempo para reencontrar mi paz interior. Para volver a ser yo mismo. Para reconocer cuales son las fortalezas que me pueden hacer salir de este agujero que no parece tener fondo y en el que cada vez estoy más y más hundido.

 Mi médico de familia me está cogiendo del brazo a la vez que repite mi nombre una y otra vez. Creo que llevo un rato escuchando sus palabras como si fuera una voz en off pero no le había prestado atención. En cuanto he notado su mano sobre mi brazo, sus palabras se hacen más cercanas y consiguen sacarme de mis pensamientos. Me levanto y le sigo hasta la consulta.

Puedo sentir los ojos de muchas de las personas que se encuentran en la sala de espera pegados en mí pero ya no me importa lo que piensen los demás.

Acabo de darme cuenta de que estoy mucho peor de lo que yo creía y de que realmente necesito que alguien me tienda la mano para levantarme y seguir adelante.











martes, 4 de febrero de 2014

Tengo miedo

Tengo miedo. Sé que me queda poco tiempo. Lo presiento porque cada vez tengo menos fuerzas y mi cuerpo deja, poco a poco de funcionar. Lo noto en las miradas tristes y cabizbajas de todos aquellos a los que quiero y que rehúyen mi mirada y mis palabras. Sólo insisten en que tengo que comer, en que me pondré mejor, sin darse cuenta de que lo único que quiero es que se queden a mi lado, me cojan la mano y me acompañen en este duro trance. Que me entiendan.
No quiero ser egoísta. Sé que para ellos también es duro. Estoy convencido de que ellos también saben que me queda poco tiempo y que lo único que hacen es luchar de todas las formas posibles para arrancar un segundo más de mi vida en este mundo. Me gustaría ser valiente. Tomarles de la mano y decirles que no tengo miedo a morir.
Que mi miedo es a no poder vivir con ellos todos esos momentos que les queda por disfrutar.
Tengo miedo a haber malgastado mi vida y a no haberles dicho las suficientes veces que les quiero.
A no haberles dedicado todo el tiempo que yo quería y ellos necesitaban.
A desaparecer y no dejar el mínimo recuerdo cuando me haya ido.
A no haber vivido con la suficiente intensidad cada momento de alegría compartido.
A no haber dedicado a todo el que lo necesitaba mi atención y mi ayuda.
A no haber sido buena persona, con todo lo que esta expresión implica.
Tengo miedo y no me atrevo a decirles que no quiero irme y perderme el resto de sus vidas. La primera novia o el primer día de universidad de mis nietos, sus éxitos y sus fracasos. Ya no podré estar con ellos cuando la vida les haga tambalearse y caer y necesiten una mano desinteresada para volver a levantarse.
Tengo miedo, y no me atrevo a decírselo porque sé que ellos también lo tienen.